TODAVIA parece que fue ayer cuando nosotros, los de la otra generación, estacionábamos el automóvil en alguna de las callejuelas típicas de Santa María de Guido y esperábamos el camión o decidíamos caminar por la llanura, entre hondonadas con cuevas, matorrales, arboledas, flores, lodo y represas que reflejaban la profundidad azul del cielo, el paso fugaz de las nubes aglomeradas y rizadas (a veces plomadas, en ocasiones blancas) y las siluetas de los pinos. Olía a tierra mojada, a vegetación, a naturaleza, a vida.
Entonces caminábamos, mientras recordábamos, por platicas de los ejidatarios, que el paraje por el que andábamos, al que se refiere el significado de origen purépecha, Guayangareo, “loma larga y achatada”, posee un sistema de cuevas e incluso agua subterránea.
Uno de ellos, ya de edad mayor en la segunda mitad de la década de los 80´s, en el intenso, turbulento e inolvidable siglo XX, a quien conocimos antes de nuestras excursiones, llevaba una espada colonial que, aseguraba, un día lejano de su infancia descubrió en las entrañas ya referidas , donde relataba la tradición oral la presencia se túneles y galerías (algunos con agua), que, incluso, conectaban ciertas fincas sacras del centro virreinal de Morelia. Todo quedaba en conversaciones en recuerdos, en leyendas.